Siempre es interesante conocer a personalidades como artistas o escritores. De modo que asentí de inmediato cuando el presidente de Antamina me propuso encargarme de una visita privada de Mario Vargas Llosa a las instalaciones de la mina.
Era enero de 2003, la operación minera ubicada en el Callejón de Conchucos (Ancash) entre los 4 200 y 4 800 metros de altitud, producía a toda máquina desde un par de años atrás y había colocado al Perú en los primeros lugares de producción de cobre. Eran los tiempos en que el presidente Toledo nos entretenía con su “hora Cabana” mientras la economía marchaba bien.
El escritor (y futuro premio Nobel), acostumbraba hacer visitas de bajo perfil al país. Era explicable por las públicas discrepancias que sostuvo con el gobierno de Alberto Fujimori y para obviar las persecuciones de algunos medios de comunicación. Sobre todo, porque así podía viajar a sus anchas con su grupo de amigos a cualquier confín de nuestro territorio.
Esta vez habían planeado un tour por el Callejón de Conchucos, saliendo de Huaraz para enrumbar por la nueva carretera que partía desde la laguna de Conococha hacia Antamina y derivaba hacia San Marcos, de ahí pasarían por las inquietantes ruinas de Chavín de Huantar y otros destinos. Antes de esa carretera asfaltada construida por la empresa minera, había un acceso de tierra muy largo y accidentado por el flanco occidental, más conocido como la ruta de “Chavín de aguantar”.
Visita a Huaraz
En ese entonces yo era el responsable de Comunicación de Antamina y después de hacer todas las coordinaciones desde Lima con mi eficiente colaborador Guillermo Rojas, decidí viajar a Huaraz y estar presente en la bienvenida que se daría al grupo antes de que siguieran hasta la mina.
Estaban alojados en un hotel en las afueras de la ciudad. En los alrededores había un par de policías que restringían el acceso, y ya en el hotel, había personal de vigilancia que cumplía las órdenes de que no se perturbara al escritor y su comitiva. Finalmente, saludé a Alonso Cueto, escritor y periodista, quien me facilitó el acceso a Mario y Patricia Vargas Llosa. Cueto, el antropólogo Juan Ossio, y un par de personajes más, con sus respectivas parejas, constituían el grupo de allegados que viajaban con los Vargas Llosa.
Estuvimos conversando brevemente porque se notaba que estaban cansados por el viaje y porque el escritor tenía un malestar, aparentemente por la altura. Ya iba a despedirme de ellos, una vez que acordamos la agenda que incluía una cena de bienvenida, cuando presencié un momento doméstico pero curioso del entorno del escritor.
Patricia se acercó a Mario, quien se hallaba casi hundido en un sillón, y con un gesto de cabeza indagó como se sentía.
─-Todavía fastidiado, dijo él.
─-Bueno, toma esto─, replicó ella alcanzándole unas pastillas y un vaso con agua.
─- ¿De qué son…?─, intentó saber el escritor.
─- ¡Tóoomalas nomás, Marito! ─, dijo contundente ella.
El discurso que no se pronunció
Ya de noche en la cena todos nos reunimos en un salón del área de esparcimiento del campamento El Pinar, que en verdad era una magnífica urbanización en una loma de la ciudad, rodeada de un bosque de pinos y con una vista privilegiada a la cordillera Blanca. Hacía frío, en esos días llovía fuertemente, pero el ánimo era bueno.
Ya estábamos sentados en diversas mesas. El chef del servicio de Sodexo que trabajaba para la minera, había pedido anunciar personalmente los platos. Así que me puse de pie, di una brevísima bienvenida (por razones que luego explico), y anuncié al chef francés. Todos sonrieron pensando que se trataría de alguna broma, pues se llamaba nada menos que Stephan Champagne.
Si mal no recuerdo, la cocina novoandina de Champagne se inició con una entrada en base a carne de alpaca; siguió con un cuy al horno con quinua, y remató con un mousse de camu-camu, e infusiones locales calientes. Después de la comida, siguió la firma de libros de rigor para algunos de los concurrentes.
Cuando ya todo había concluido, metí mi mano al bolsillo y observé unas notas a mano que había hecho, apremiado ante el encargo de dar el “discurso” de bienvenida. Había pensado en unas alusiones previas a la obra del laureado escritor. Afortunadamente no pronuncié ese discurso.
Era algo así: Vargas Llosa nació en Arequipa, pero pronto vino a residir en Lima. En esta Ciudad de los Perros se inició como periodista y aprendió que una Conversación en la catedral podía ser más enriquecedora que escuchar a Los Jefes. Aprendió también que el entorno familiar, La tía Julia, y las primas, podían ser relevantes en su vida. Más tarde vivió en Piura, no precisamente en una Casa Verde, aunque conoció a La Chunga en una casa rosada, lo que incentivó su admiración por el erotismo y las relaciones adultas. Quizá por eso, cuando ya vivía en París, aunque tenía un firme compromiso social y político, que inspiró su Guerra del fin del Mundo, no olvidó El paraíso en la otra esquina ni las Travesuras de la niña mala. Con la fama a cuestas, bailó con la Señorita de Tacna en la Fiesta del Chivo, y consiguió los Cuadernos de Rigoberto para escribir un Elogio a la Madrastra. Y si bien dormía tranquilo, algunas noches lo perturbaba El sueño del Celta, y la pertinaz pregunta ¿Quién mató a Palomino Molero?
Foto ArchivoCMA, escena de la cena con MVLL en El Pinar.