Alejandro Toledo: un novel economista

En 1981 era un joven profesional, delgado, de baja estatura, atildado.  Tenía 35 años y conocía algo de mundo.  Se había graduado en economía y había seguido un par de maestrías en Stanford.  Con algo de experiencia en investigación, había trabajado como consultor en organismos internacionales como el BID y el Banco Mundial.

Apenas cuatro años atrás había regresado al país y aparte de una consultoría en el Banco Central, había encontrado un espacio ideal para foguearse asumiendo el cargo de Asesor del Despacho del ministro de Trabajo, el Dr. Alfonso Grados Bertorini, cercano al acciopopulismo y más conocido por sus crónicas deportivas que firmaba como “Toribio Gol”.

Había por entonces mucha indecisión sobre cómo tratar las remuneraciones.  El ministro Grados le encargó un estudio a Toledo, que en pocos meses desembocó en el informe “Análisis de las remuneraciones reales de la población con negociación colectiva”.

Era un economista poco conocido, pero sabía venderse en ámbitos académicos y de investigación. Cholo canchero, se lucía con una gringa desgreñada y audaz llamada Ellian Karp. Después de muchos intentos, Toledo aceptó concedernos una entrevista para el semanario Punto, a fin de que explique su informe (Punto, 20/11/81).  Después de esa publicación, Toledo comenzó a ganar más y más visibilidad convirtiéndose en un crítico de las políticas económicas de Manuel Ulloa.

En su despacho del ministerio, en Av. Salaverry, Toledo se mostraba nervioso.  Repensaba cada frase, se ponía de pie, se sentaba, y dejaba filtrar un “aanndd” (del inglés, “y”) entre frase y frase, como un dejo de su estancia en tierras gringas. 

Mientras ganaba algo de confianza en la conversación, sus ojos giraban hacia donde se movía la guapa reportera Rocío Cáceres y a cada instante le interrogaba con la mirada si ése era el ángulo correcto de la foto.                                                                                                                 

En esencia el documento señalaba que, en el primer año del gobierno de Belaunde, la capacidad adquisitiva de la población sólo se había mantenido. Los salarios de obreros habían mejorado 3%, la de los empleados había decrecido 4.5%, según los pliegos de reclamos aprobados en los últimos años.

¡Tres, dos, uno…fuego!

Me volví a encontrar un par de veces con él en los siguientes años, incluso en 1994 cuando ya se perfilaba como candidato presidencial.  Nunca me reconocía, y cuando yo me identificaba, recién recordaba la conversación para el semanario.

Hasta que se produjo la gran puesta en operación de Antamina, la mina más moderna y la mayor inversión realizada en el sector hasta entonces.  Era el 11 de noviembre de 2001.  Yo era el responsable de Comunicación de la compañía, Toledo era el Presidente de la República.  El clima era veleidoso en las alturas del Callejón de Conchucos (Ancash). La víspera había llovido fuertemente.  En el campamento, el terreno que había sido toldado y acondicionado como un gran auditorio quedó hecho un desastre.

En previsión, la gente de operaciones había preparado hasta tres helipuertos en las inmediaciones de la mina, a fin de que el transporte del presidente fuera más seguro.  Toledo no llegaba y el tiempo pasaba.  La mañana recién comenzaba a calentarse, pero más de cien invitados provenientes del extranjero y de las provincias aledañas estaban ya aguardando la inauguración.

Por radio avisaron que el helicóptero del Presidente bajaría en uno de los helipuertos, en Conococha, y el Ing. Augusto Baertl, presidente de Antamina, montó en su camioneta y salió disparado a recogerlo.  Si bien la carretera era pavimentada y ancha, casi todo el trayecto era sobre los 3,500 metros de altitud, con un recorrido repleto de curvas.

Cuando la camioneta llegó al campamento, Toledo estaba prendido de la consola, sentado al lado del conductor: el Ing. Baertl había manejado a gran velocidad y con suma pericia.  El Presidente descendió casi verdoso.  Vestía casaca de antílope y su clásico blue-jean celeste.  Lo invitaron a que se asee un poco y tomara algo de beber.  Lo saludé y me pidió, en confianza: “un mate de coca, favooor“.

Pedí el servicio, pero el mozo no se movía.  Luego me explicó: “Jefe, aquí está prohibido el consumo de coca, incluso de la infusión porque sale positivo en los controles, pues”.  Le pedí que trajera una yerba luisa, recontra-caliente.  Cuando Toledo se acercó hice que le alcanzaran su taza de “coca” y él la bebió a gusto.  Terminó hasta el último sorbo y con guiño cómplice me dijo: “Ahora, sí”.

En el momento cumbre, Toledo llegó hasta un paradero en el extremo del tajo abierto y premunido de una radio hizo la cuenta regresiva y gritó ¡Fuegooo! Y al frente se produjo una enorme explosión que removió centenares de toneladas.  El polvo y el humo se tiñeron según lo programado de rojo y blanco.

¡Salud Alejandro!

Después de cumplido todo el programa y el recorrido por instalaciones de mina, Toledo y su delegación viajaron en el helicóptero hacia Huaraz, donde debía tomar su avión de regreso a Lima.  Pero la niebla y la falta de balizaje en el aeropuerto local frustró el retorno del mandatario.  No estábamos enterados de eso.

Ya en horas de la noche, los directivos de Antamina llegamos por tierra a Huaraz.  Mi estimado colaborador Gonzalo Quijandría, que había sido conductor de televisión, y yo, nos disponíamos a cenar e irnos a dormir.  De pronto nos llama el Ing. Baertl y nos dice que el Presidente había pedido que lo acompañemos a cenar en un restaurante turístico.

Era una reunión a puertas cerradas, donde un grupo de paisanos y partidarios de Toledo lo agasajaban con una comilona y música andina.  Pasaron las horas y Toledo estaba muy conversador.  Era entretenido y cálido.  En la sobremesa, cerca de medianoche, el Edecán del mandatario dio instrucciones y nos empezaron a colocar vasos cargados de whisky.  Como estábamos cansados, los de Antamina rehusamos respetuosos el trago.  Al darse cuenta de que no lo íbamos a acompañar, y mientras le ponían su trago, Toledo exclamó con forzada sorpresa ¿Quién ha pedido? ¿Quién ha pedido? Y los vasos volvieron con tristeza al azafate.

Al día siguiente nos enteramos que después de la cena, todo su grupo había ido al Hotel de Turistas para amanecerse tomando tragos. La cuenta la cargaron a la compañía.

Comments

Aldo

Una anécdota desconocida hasta para la familia, pero con un buen acopio de recuerdos y excelente narrativa.
Felicitaciones hermano, después continúa cuando le editabas sus artículos de economía en Mass Comunicación.