Quienes hemos vivido desde la segunda mitad del siglo pasado, hasta el presente, no podemos obviar el papel que cumplió en la política peruana un personaje singular como Alan García Pérez.
Me cupo la oportunidad de hacerle una amplia entrevista cuando se perfilaba como un dirigente con calibre propio en el Apra, en junio de 1981, tiempo en el que gobernaba Belaúnde y los reacomodos post-hayistas en ese partido eran filudos y contundentes.
Era redactor del Semanario PUNTO, que después dirigí. Una revista que batallaba por tener una voz propia en un mercado reducido y complicado donde sólo sobrevivía Caretas. Me había llamado Luis Gonzales Posada, quien había sido una de mis fuentes cuando intervino en la reorganización del Seguro Social durante el gobierno militar, y que después dirigió el diario La Crónica, en el que yo laboraba. Quería una entrevista “de portada” para García Pérez.
No obstante que el joven dirigente y parlamentario carecía aún del peso de los líderes históricos como Luis Alberto Sánchez, Prialé, Villanueva, o Townsend, ya prometía ser una figura. En toda ocasión lucía su verbo que encandilaba y persuadía. En ese entonces, las facciones del Apra se atacaban mutuamente utilizando diversas armas para asumir el control de la dirigencia y de las candidaturas en el futuro.
Villanueva venía de fracasar en las elecciones de 1980, donde sucumbió ante un recargado Belaúnde. Ciertos militantes descontentos impulsaron se convoque a una Convención del partido; se barajaba la expulsión de los divisionistas; otros respondieron con el planteamiento de reinscripción de militantes y la supresión de los mandatos directivos; algunos líderes, como Prialé renunciaron a cargos vinculados a la reorganización. Calladamente, unos tendían lazos a Townsend, y otros pulseaban la fuerza propia de García Pérez.
En ese contexto, Alan García se movía con frescura e inteligencia. La larga conversación que sostuvimos, que se tradujo en una publicación a cuatro páginas (Punto, “Habla la tercera posición”, 12/06/81), lo mostraba lo suficientemente importante como para mediar entre las facciones, y lo supuestamente poco importante como para rechazar toda postulación a cargos de mayor responsabilidad. “Si vale repetirlo, hago renuncia pública de cualquier nominación o candidatura a cualquier cargo máximo, dentro o fuera del partido…”
Preguntado sobre las facciones, decía: “Soy opuesto a todo faccionalismo (…) Cuando uno llega a un partido que lucha por la libertad, no renuncia a su libertad y queda en uno su derecho a la discrepancia (…) Y cuando uno discrepa, aunque su punto de vista esté equivocado, si cree tener la razón debe ejercer ese derecho con altura, con ponderación. No acuso a nadie, pero esto es un deslinde necesario. Por encima de los problemas que hayamos tenido debe estar extendida la mano del futuro para reconciliarnos. No se está procediendo así. Los apristas del futuro tendrán muchas cuentas que pedir, no sé a quiénes, pero tendrán que hacerlo”.
Cuando se le cuestionó el afán de fustigar a sus opositores en la campaña electoral, lo que pudo haber asustado al electorado centrista, García Pérez reconocía que él y Valle Riestra podían aludirse por haber sido agresivos en criticar la inflación existente y el desembalse de los precios. “Dijimos que el pan que costaba 2,80 costaría diez soles, hoy antes del primer año de gobierno, ya cuesta diez soles”. Nadie anticipaba los resultados económicos de su propio mandato presidencial después de Belaúnde.
En otro pasaje se le mencionó un comunicado de apristas que trasuntaba un movimiento en su favor, un posible “alanismo”. Se echó a reir a carcajadas y dijo: “en principio, ese término es feo”.
Una cosa es con guitarra…
Volví a ver muy poco a Alan García después. Me dediqué a la actividad de la comunicación corporativa. Y allá por el 2010, en mi calidad de directivo de Telefónica del Perú, acompañé al presidente de mi empresa a una cena en Palacio de Gobierno. García -que estaba cerrando su segundo mandato- había invitado a un conjunto de empresarios que habían accedido a ser auspiciadores de alguno de sus proyectos como el Teatro Nacional.
García, después de un breve discurso, empezó a moverse entre cada una de las mesas para brindar con sus invitados. Obviamente había cambiado físicamente, era monumental: alto y obeso. Pero mantenía esa mirada perspicaz y la risa política fácil. También había cambiado su pensamiento pólítico. El joven impetuoso había quedado atrás. A esas horas de la noche y después de muchos brindis, era comprensible que el mandatario estuviese risueño y algo mareado.
“Pero si son los de la Telefónica- dijo-. Qué bebeís, cómo os sentís”, ensayó el dejo español con una imitación poco afortunada. Éramos varios peruanos en la mesa y solo el presidente de la empresa era español. Pidió pisco y forzó a nuestro jefe a hacer el “seco y volteado” un par de veces. Los cachetes de nuestro jefe ganaban color, y sudaba.
Después de que se retirara para brindar en otra mesa. La conversación siguió amena. Tiempo después la gente se despedía. Recién entonces notamos que nuestro jefe no estaba. Quizá ya se había retirado discretamente. Salíamos, cuando nos topamos con el conductor del presidente de Telefónica que seguía esperándole. Volvimos al salón a buscarlo. Después de varios minutos lo hallamos en el baño, descansando, medio dormido. Parecía que no estaba dispuesto a hacer otro “seco y volteado”.