Quien controla la escritura tiene el poder. Alguien lo dijo mucho tiempo atrás. La historia parece confirmar esa máxima, pues desde los escribas hasta los escritores de hoy, quien perfila el mensaje puede controlar la evolución de los acontecimientos.
Recordemos que la escritura fue un descubrimiento de la humanidad que no sólo cambió el orden y las jerarquías en las civilizaciones iniciales. Por la escritura se contabilizó los bienes, la riqueza agrícola, el poder de los reyes. Se posibilitó asentar historias para aceptar un orden de cosas, el valor de instituciones y el rumbo de los hechos. Y también se inmortalizó a dioses y reyes, pues sus actuaciones lograron así traspasar el tiempo y el espacio.
Por eso, el escriba surgió como una clase social que controlaba un poder valioso para los gobernantes y disputaba con el sacerdote los favores de los reinos. Lo sabían los faraones egipcios que contaron sus hazañas en sus monumentos; lo valoraban conquistadores como Alejandro Magno, que realizaban sus campañas guerreras acompañados de escribientes. Y fue esa clase social de escribas la que nos legó una versión de la evolución humana, siempre desde su perspectiva.
Resulta que hasta Dios era escriba. Un interesante libro de Martin Puchner nos recuerda esa idea (1). En el pasaje bíblico donde se narra el éxodo y la búsqueda de la tierra prometida del pueblo judío, Dios le dicta a Moisés las leyes que deben regir su vida. Después, cambia de opinión y prefiere él mismo escribir los mandamientos en unas tablillas de piedra que se las da a Moisés.
Cuenta la leyenda que Dios observó que nadie hacía caso a sus diez mandamientos y muy molesto rompió las tablas. Entonces, hubo que comenzar de nuevo; Moisés, como penitencia, tuvo que escribir los mandamientos con absoluta precisión. Así, la relación humana con el Creador no estaba exenta de tensiones.
Pasado el tiempo, los escribas decidieron organizar todo ese mandato y su historia, creando los testamentos. Para darle más sentido, ellos inventaron, entre otros, el mito de la creación. Lo curioso es que, al imaginar la creación de la primera pareja humana, los escribas asociaron ese acto al trabajo manual al que ellos estaban acostumbrados. Los escribas grababan los signos en tablillas de arcilla, por tanto, moldeaban el barro y ese acto les parecía importante, se diría ceremonial. Y por eso, el primer hombre fue moldeado en barro; y la primera mujer salió de la costilla de ese muñeco de barro. Los escribas usaron su propio oficio para dejar huella de su poder.
En el resto del Génesis (quizá porque los escribas no eran astrónomos), Dios no se ensucia las manos, simplemente dice “hágase la luz”; “hágase el universo” y todo aparece por arte de magia. Emplea la magia de la palabra hablada, el soporte esencial de la comunicación, que se consagró así a nivel divino.
Pero los predicadores no escribían. Cinco siglos antes de la era cristiana, casi de modo contemporáneo, aparecen los grandes maestros carismáticos como Jesús, Buda, Confucio y Sócrates. Surgen cuando la humanidad necesitaba explicación y enseñanzas y nacen en civilizaciones alfabetizadas —como China, Oriente Medio y Grecia— que ya conocían el arte de escribir y que potenciaban burocracias, escuelas y bibliotecas.
Como subraya Puchner, todos esos maestros tienen algo en común: no escribieron sus enseñanzas; predicaban y preferían el diálogo cara a cara. Es más, algunos de ellos y en parte su entorno, despreciaban la nueva tecnología de la escritura (que había nacido como una herramienta contable).
Los sacerdotes recelaban de que más lectores conocieran como ellos las escrituras; Sócrates creía que el escrito no respondía las preguntas que los lectores se podían hacer en el instante de exponerse al texto. Jesús, discrepaba de los antiguos testamentos y de su uso como medio de control; además, consideraba que ya habían cumplido su vigencia, pues todo lo anterior se cumpliría con su propia llegada al mundo.
Y cuando los maestros desaparecieron, sus seguidores se afanaron en perpetuar sus enseñanzas, no sólo para poder trasladarlas con certeza, sino para mantener vigente su influencia sobre las gentes. Ello, pese a que en esas épocas existía una profunda tradición oral, donde la poesía y los relatos épicos eran memorizados de modo sistemático. Los seguidores de Confucio y de Sócrates (entre ellos Platón) optaron por escribir los dichos de sus maestros en forma de diálogos para que fueran creíbles y memorables. Había que simular la conversación con los maestros.
La frase: verba volant scripta manen, fue divulgada por los romanos como un elogio a la palabra hablada: el dicho tiene alas, vuela con la imaginación, mientras lo escrito está inmóvil, inerte. Con el paso de los siglos, después de difundirse el uso del libro, ese dicho cambió su sentido. El escrito, al no ser volátil como el habla, es perdurable, fidedigno, más confiable y por ello gana prestigio social (2).
La historia la escriben los ganadores. Esta es otra máxima que trata de resumir el hecho de que las historias que sobreviven hasta nuestro tiempo son las versiones contadas por los dominadores, por los conquistadores, por los que ganaron las guerras y avasallaron a otros.
No obstante, ahora ya no se espera crear una “historia” de los hechos pasados cuando se ha tomado distancia en el tiempo para entenderlos. Se elaboran relatos que predisponen los acontecimientos del mañana.
En la actualidad, son las modalidades multimedia (que combinan texto, oralidad e imagen) las que trasladan mensajes para “construir una narrativa” a favor de intereses particulares. Basta revisar las versiones de la guerra Rusia-Ucrania, donde las partes se victimizan o eluden reconocer sus bajas; o analizar el intenso debate que sigue confrontando a los seguidores de Bolsonaro y de Lula en Brasil, por ejemplo.
Sin ir lejos, ahora en Perú hay una lucha abierta, descarada y hasta primitiva, que pugna por establecer una percepción interesada de los hechos. Unos, que se dicen luchadores sociales, acusan a los grupos de poder de mantener reglas discriminatorias y reprimir. Los otros que dicen defender la democracia y las instituciones, acusan a los primeros de ser desestabilizadores que quieren mantener la ignorancia y la pobreza como base de su poder autoritario.
Esa lucha no se expresa únicamente por la violencia; se manifiesta en la manera cómo unos procuran imponer un modo de ver las cosas, la política, la economía, la vida cotidiana. Y a partir de ahí es que dimanan las decisiones, las luchas callejeras o las campañas mediáticas. Porque en estos tiempos, primero se gana la mente.
Obviamente, el escrito no pierde su valor y el lenguaje oral tampoco es un recurso despreciable. Para posibilitar el entendimiento entre las gentes, hay que reconocer primero los prejuicios y las posiciones contaminadas entre las partes, más allá de su veracidad o intención; y hay que buscar el diálogo, el cara a cara, en procura del reconocimiento mutuo y edificar la confianza.
1.- Puchner, Martin, 2019: El poder de las Historias, o cómo han cautivado al ser humano, de la Ilíada a Harry Potter, editorial Planeta, Colombia.
2.-Oviedo, Carlos, 2014, Organizaciones espejo; comunicación y empatía para la sostenibilidad; GERENS, Lima; pág. 30.
Imagen: ProjetoGospel.com