¿Por qué (diablos) debe importarme el otro?

En este mundo cada vez más interconectado es tan rutinario el contacto con un sinnúmero de personas que pocas veces reparamos en lo que los otros nos aportan o lo que significan. ¿Qué representa el otro para mí? ¿Qué me aporta? ¿Qué hago por los demás?

Intentemos unas respuestas bebiendo de todas las fuentes posibles: filosóficas, psicológicas, sociológicas, comunicacionales. Para empezar, siguiendo al filósofo William B. Irvine, los demás son fuente de información, de placer y de seguridad. ¿Parece poco? De ningún modo.

Los que nos rodean siempre nos prodigan información y referencias, incluso la persona más miserable o despreciable nos puede enseñar sobre el sufrimiento o cómo no ser. Los otros nos confortan, nos brindan amor y amistad. Pero también, desde que venimos al mundo, los otros nos sustentan, nos proveen, nos acompañan, nos hacen más vivible la vida. Veámoslo de modo más conceptual.

Alteridad: somos insuficientes por naturaleza, por tanto, necesitamos de los demás para existir. Por nuestra naturaleza humana, desde que nacemos, debemos asumir que somos distintos al otro (alter), pero al hacerlo reconocemos a los demás como seres diferentes. El primer hecho de ese tipo es darnos cuenta –con dolor y con esperanza– de que no somos lo mismo que nuestra madre. ¡Ups! Estábamos tan cómodos y calientitos en su vientre durante nueve meses, que no nos dimos cuenta de que nuestro alimento, nuestra sangre y respiración, nuestro albedrío, no eran propios, sino de ella.

Hay que ser muy claros: todos necesitamos de los demás. Sin una madre que nos de alimento, protección y afecto, no hubiéramos sobrevivido. Y cada día, en cada segundo que vivimos, está la marca del otro: en cada comida, en cada desplazamiento, servicio tecnológico o propósito que atravesamos.

Identidad: capacidad de que uno se reconozca a sí mismo. Pero, uno es uno mismo, porque se compara y se confronta con el otro. Entonces, la identidad se origina en el hecho de uno se reconoce como el mismo todo el tiempo (ídem = igual), digamos que, como una continuidad, independientemente del rol que ejercen los demás. Soy diferente a mi padre, aunque me parezca a él. Mi hermano se me parece, pero yo soy más alto y él es de pelo castaño, etc.

Es cierto, la identidad es lo que nos hace únicos, singulares, pero siempre tomando como referencia a los demás. Surge desde que en la infancia asumimos la conciencia, y eso posibilita un diálogo interior. El darnos cuenta de que podemos tener pensamientos propios, dialogar internamente con nosotros mismos para procesar todo lo que percibimos y experimentamos.

Para reforzar nuestra identidad, tenemos un nombre. Pero, incluso en el acto de mayor singularidad, como el que nos atribuyan un nombre propio, aún allí hay un tributo al otro. Porque casi siempre llevamos el nombre que nuestros padres desearon para nosotros, nombre al que siguen sus apellidos, como marca indeleble de a quiénes les debemos la vida, de dónde procedemos.

Incluso la identidad individual se nutre de lo común. Pues el otro, como familia, comunidad, nacionalidad o etnia, me aporta a la identidad social. Me reconozco como parte de un tronco familiar, como provinciano y cristiano, como peruano, latinoamericano o como hincha de un equipo de fútbol, por ejemplo. Ello me conecta con miles de personas que no conozco y con las que comparto algún rasgo.

Subjetividad: el mundo singular que resulta de nuestra experiencia. Cada persona es un mundo subjetivo porque absorbe la realidad por sus propios sentidos y los convierte en imágenes mentales que administra a conveniencia. La subjetividad aporta a nuestra identidad y a diferenciarnos. Creamos un mundo particular porque vemos, razonamos y sentimos de modo único todo lo que experimentamos.

Por ejemplo: un accidente de tránsito donde tres personas de un mismo vehículo se golpearon ligeramente será procesado de modo totalmente diferente. Uno pensará que el tráfico en la ciudad es cada vez más caótico y peligroso. El otro dirá qué bueno que ya pasó, y al poco rato se olvidará del asunto. Y el dueño del auto, se hundirá en la preocupación por el gasto que le representará la reparación de los daños. Al tener un mundo subjetivo, cada contacto con los otros nos aproxima a la posibilidad de conocer y aprender de esos mundos subjetivos diferentes.

Otredad: el influjo de la presencia masiva del otro. Esto ha hecho que históricamente las personas nos sintamos adheridas a ciertos rasgos de identidad común; a la vez que distingamos lo que nos es propio y lo que es ajeno.  La otredad gráfica a los otros diferentes, a los que no son como nosotros y que propician nuestra curiosidad, recelo o rechazo.

Ello se expresa en cosas tan obvias como el racismo, la discriminación, o nuestra tolerancia o rechazo a las migraciones; se observa en los nacionalismos, en los conflictos fronterizos o en los fundamentalismos. Pero también en la marginalidad, la exclusión, el acoso.

En estos tiempos, las migraciones masivas no son físicas sino virtuales. Los migrantes invaden nuestras pantallas y afectan nuestro modo de ver el universo, la cultura, las modas, la moral y las formas de pensar. Precisamente por eso es que hay gobiernos que pretenden controlar el libre acceso a la conectividad global: para que sus ciudadanos no se enteren de que es posible vivir de otras maneras.

Pero más allá de esos riesgos por la presencia masiva del otro, está todo lo positivo que nos da la interrelación mundial, el intercambio entre culturas, la mixtura de artes y filosofías, la mezcla de etnias y de economías. De ahí que se hayan inventado todos los medios de comunicación para estar en relación con más y más gente, superando las barreras del espacio y del tiempo.

La comunicación requiere de más de uno. En efecto, no hay comunicación si no hay a quién comunicar. Se debe revalorar el rol que cumple el otro, más allá de ser solamente destinatario o receptor de nuestros mensajes, tanto personales como organizacionales. En verdad, es el otro el que motiva, inspira y da sentido a la comunicación.

En sentido estricto, no hay comunicación sin un propósito. Comunicamos para generar un impacto, inducir una acción o compartir algún conocimiento o emoción. Nada de eso tendría sentido si estuviéramos en el desierto. Y a medida que uno despliega la conversación, observamos al otro, porque de ello depende cómo evoluciona nuestro mensaje; deseamos saber cómo lo está tomando, si nos sigue, si perdió interés, si es muy fofo o complicado lo que decimos.

Así, mediante la retroalimentación (feedback) es que se completa el proceso de comunicar; es decir, sólo por las señales o reacciones de los demás es que apreciamos si nuestro esfuerzo de comunicar tuvo éxito.

Con cierta soberbia, en el pasado, pensamos que no debiera importarnos la vida de mucha gente y solemos ser indiferentes sobre lo que pasa en la política o en la economía del país. Las personas que nos piden algo o que hacen maromas para llamar nuestra compasión en las esquinas; las imágenes de personas que sufren azotes de la naturaleza en algún lugar remoto de nuestro país; los vecinos que circulan por nuestra vereda, ¿son solo parte del paisaje? ¿Es nuestra vida una burbuja en la que caben sólo nuestra familia y nuestras relaciones?

Sin embargo, la pandemia mundial nos ha dejado muchas lecciones en este aspecto.  Resulta que los otros constituyen riesgo y oportunidad.  Hemos asumido mundialmente, que es imperioso alejarnos del contacto con otros, tanto que guardamos distancia, nos recluimos en el hogar, evitamos el contacto hasta con los vecinos. Hemos guardado los saludos, estrecharse las manos, abrazarnos, darnos besos.  Cada contacto físico puede ser un riesgo de contagio.

Pero también hemos entendido que sin los otros no podemos vivir.  Hemos valorado la creatividad y el afán de servicio de tanta gente.  Empezando por los médicos y personal de salud, por los policías, por los transportistas, por los que han hecho del delivery o entregas a domicilio un arte cuidadoso.

Pero esos otros que ignoramos no dejan de existir; es más, influyen mucho en las decisiones empresariales, en las políticas, en el tiempo que nos demora transportarnos de un punto a otro o en el costo de los alimentos. Por ejemplo, porque hay demanda de servicios de telecomunicación por parte de otros, se hace posible que haya más zonas con cobertura y que los precios bajen.

Siempre vivimos para los otros y por los otros. Trabajamos para nuestros clientes, nos superamos por nuestra familia. Aspiramos a ser o no ser como los otros: tenemos por referencia a un profesional exitoso; emulamos al cantante que admiramos; muchos no queremos ser como nuestros padres, otros no deseamos ser pobres o ignorantes.

Todos somos parte del aire que respiramos y del universo que poblamos y degradamos. Tanto en la vida personal como en el trabajo, el otro es parte de la vida misma. Bastaría un minuto cada día para prestarle atención sincera a alguien para darnos cuenta de esto.

*Artículo corregido, originalmente publicado el 29 de febrero de 2016 en www.gerens.pe